Virgen de La Soledad de Alcalá del Río (Foto archivo de La Soledad) |
Sevilla, desde la época de Julio César, quien cuentan que fue el primero que la fortificó, ha sido siempre ciudad
amurallada. Por su gran perímetro, contó con un buen número de puertas que, a través de sus murallas, comunicaban las principales calles con los diversos caminos
que
desde Sevilla tenían salida hacia las poblaciones de su contorno.
Estas puertas solían llevar por nombre el de
la localidad a donde llevaba el camino que de ellas partía (Jerez, Carmona, cte.) o los productos que por ellas tenían señalado paso obligado a efectos de
tributos y alcabalas
(Puerta del Carbón, Puerta del Aceite o Puerta
de la Carne). Pues bien, en el lugar que hoy ocupa la nueva rotonda situada
entre el moderno puente de la Barqueta y la calle Calatrava, que nos lleva hacia la Alameda de Hércules, en tiempos existió una puerta que desde los tiempos de los moros se
llamó de Bib Ragel del que aún perdura esta denominación como nombre de una de las callejas que unen la Resolana con la calle Calatrava.
Lugar donde se encontraba ubicada la Puerta de Bib Ragel, como se puede ver en el rotulo, existen errores, pues en vez de Bib han puesto Via y en vez de Ragel, Arragel |
Muy pocos alcalareños saben el origen del nombre de Bib Ragel, a pesar de lo mucho que les concierne. «Bib» es una palabra árabe que significa «puerta» y
Ragel
(o Arragel) no es otra cosa que la defonnación de la palabra árabe «Ragwal», que era el nombre que Alcalá tuvo durante la época musulmana, ya que su nombre completo
era
el de «al-Qal'at Ragwal» cuya traducción al castellano es «el castillo de
Ragwal». Por tanto, el nombre de la puerta de «Bib Ragel» no es otro, hablando en castellano actual, que el de
«Puerta de Alcalá del Río».
Y ya explicado el emplazamiento y razón del nombre de la «Bib Ragel» o «Puerta de
Alcalá
del Río», voy a contar algo que le ocurrió a un alcalareño y que está relacionado con esta puerta
El día de nuestra
historia
Gregorio
Martín
había sal ido en barco de Alcalá al amanecer con el propósito de hacer en Sevilla durante el día algunas compras para su casa y luego volver al día siguiente de nuevo para Alcalá. Y dado que Gregario era hermano muy señalado de la cofradía de la Soledad y de
gran
confianza
para su mayordomo, sabiendo éste que
viajaba
a Sevilla de compras. le dio una buena cantidad de dinero para que la diese a cuenta de unos encargos que la cofradía
tenía hechos a un orfebre del barrio de el Salvador. El bueno de Gregorio, sintiéndose abrumado
y responsable de la confianza que su mayordomo había puesto en él,
y
tratándose como se trataba de dineros de su cofradía, no solamente se guardó estos en un lugar aparte, sino que se lo vi no palpando todo el tiempo que duró la travesía del río, con el temor de que pudieran caérseles o se los robaran.
Con esa inquietud desembarcó en la Barqueta y atravesó la Bib Ragel en dirección
hacia el centro de Sevilla, pero aquel día había por allí más concurrencia de gentes que de costumbre. Entre que habían descrugado
u n buen montón de paja que ocupaba media cal le, que había una obra en una esquina
y un puesto de melones y sandias en la otra y el tropel de gentes que merodeaban por toda
la zona, lo cierto es que
Gregario tuvo que atravesar la puerta a empujones entre unos y otros.
No había llegado a la laguna de la alameda cuando, lo mismo que había venido haciendo toda la travesía, se volvió a tocar el sitio donde traía escondido el dinero de la cofradía para asegurarse que lo traía consigo. Y cuál no sería su sorpresa
y su estupor al comprobar
que, por mucho que se tocaba y se registraba, el dinero no aparecía por ninguna parte.
Volvió corriendo
hacia la puerta por si la taleguilla se le había caído en la bulla y estaba todavía
en el suelo, cosa que n i él mismo creía, o que algún alma caritativa se la había encontrado en el suelo o en el bruco y estaba buscando
a su dueño, cosa también poco probable.
Pasado el desconcierto
primero, y una vez que Gregorio se percató de la triste realidad, la cual n o sólo iba a retrasar considerablemente el estreno de su Virgen de la Soledad sino que l e iba a costar a él el jornal de varios años, ya que por supuesto estaba dispuesto a restituir a su costa lo que le habían confiado, no le quedaron ganas ni fuerzas para continuar con sus compras particulares, aunque s u dinero, por llevarlo en otro bolsillo, lo conservaba aún.
Sin saber qué hacer. y sin dejar de reinar en su problema, se sentó en unas cajas que había junto a l a muralla y se echó a llorar. Y no lloraba por lo que le pudiese costar a él el percance, sino porque ya no iba a estrenar aquel año su Virgen de la Soledad los faroles que estaban encargados. Así estuvo un buen rato hasta que a su lado, con más pena y más llanto que él, se sentó una pobre mujer, vestida de negro de los pies a la cabeza, acompañada
de un muchachillo joven.
Era tal con la pena que aquella mujer lloraba que los que pasaban no podían hacerlo
sin mirarla y compadecerse de ella. Gregario, con su ya gran
tristeza por lo ocurrido., doblada por la visión de aquella
mujer,
le preguntó al chaval
que iba con ella qué es lo que le había
pasado.
El muchacho le puso enseguida al corriente de todo. Acababan de ajusticiar en la puerta de la Audiencia al único hijo que tenía aquella
mujer y por una causa de la que era totalmente
inocente. La pobre mujer era viuda, su marido, carpintero, había muerto algunos años atrás
y habían tenido que cerrar la carpintería en el pueblo para venirse a Sevilla. Ahora,
después de la muerte del hijo, quedaba totalmente
desamparada y sola. El muchacho
que iba con ella, Juan, había sido pescador en su pueblo y amigo íntimo de su hijo, el cual le confío el cuidado de su madre poco antes de que lo ajusticiaran, y sin saber a dónde ir, habían decidido
irse hacia donde hubiese gentes de barcos y pescadores por ver cómo ganarse de nuevo la vida.
.
A Gregorio,
aquella historia le resultó familiar y conocida. La casualidad había hecho que a su lado se sentara
una mujer que vivía la
misma circunstancia que tuvo que vivir su Virgen de la Soledad en aquel primer Viernes Santo
en Jerusalén. Al buen Gregorio
no se le ocurrió
otra cosa que pensar: “Si mi Virgen de la Soledad no estrena este año los faroles, tampoco
en mi casa estrenamos las cortinas y los muebles que yo venía a comprar”.
Y
sin más se sacó todo el dinero que traía para sus compras y se
lo entregó a aquella pobre mujer para las primeras necesidades.
Después de esto, se sintió más tranquilo, convencido
que, al menos,
su propio dinero
estaba en manos de la Virgen de la Soledad,
a la que pidió le ayudara a ganar lo suficiente
para
poder
restituir
pronto
a la cofradía
el dinero
que le habían robado y del que él se sentía
responsable. Y no teniendo nada que hacer ya en Sevilla, se
volvió a Alcalá aquel mismo día
en el primer barco que remontó el río.
Al entrar
aquella tarde en su casa en
lugar de llegar al día siguiente
como estaba previsto,
su mujer, en vez de
extrañarse y preguntarle qué había sucedido,
le miró sin sorpresa
y le hizo el siguiente reproche:
-Ya sabía yo que tú hacías el viaje en balde con tanto despiste como gastas últimamente, ¿a quién se le
ocurre ir a Sevilla de compras
y dejarse
el dinero encima de la cómoda?
Gregorio quiso preguntar de qué dinero
le estaba hablando, porque
él estaba seguro de haberlo cogido, habérselo guardado muy
bien y de haberlo ido tocando todo el tiempo que estuvo en el barco hasta que llegó a la puerta de Bib Ragel,
pero no pudo articular palabra.
Su mujer, recogiendo el gesto
de extrañeza de Gregorio,
continuó con su reproche:
- Cuando a media
mañana
fui al cuarto a coger el dinero para ir a comprar a la tienda me di cuenta de que te habías dejado esa taleguilla encima de la cómoda. Y por cierto ¿a dónde ibas con tanto dinero?
¿De quién es todo ese capital, porque que yo sepa, en esta casa no ha habido tanto
ahorro en toda nuestra vida?.
Gregorio
abrió la taleguilla, que sin duda era la suya, pero como si fuera la primera vez que la veía, contó el dinero cuatro o cinco veces y comprobó
que había exactamente el doble de lo que le habían robado más lo que él le dio
a aquella mujer que le habían
ajusticiado al hijo.
Gregorio, hombre
de fe, no se preguntó nada más porque
estaba seguro de qué es lo
que había pasado. Volvió a preparar el mismo viaje para unos días después y realizó sus compras y sus encargos
esta vez sin novedad ni
problema alguno. Lo que sí hizo fue preguntar por la viuda y el chaval a los que trabajan por la puerta
de Ragel y por los muelles, por si alguno sabía qué había sido de ellos,
pero nadie le supo decir
nada ni recordaban haber visto a nadie de la forma que Gregorio
decía.
Lo que sí se comentaba
por allí es que
días antes, justo el día que Gregorio había perdido su dinero, los alguaciles
habían detenido a un
ladrón que operaba por los muelles y por los alrededores de la puerta y se lo habían llevado
a las galeras.
Y lo curioso
del caso era que el ladrón
pertenecía a una familia de comerciantes acomodados de Sevilla, que no padecía
ninguna necesidad ni escasez, pero que el vicio y la poca consideración por los demás le hacían disfrutar robando y causando el
consiguiente perjuicio
a cualquiera, sin consideración de si era pobre
o no.
Y esta es la historia. Como se dice al principio,
los detalles son lo de menos. En cualquier caso, dos cosas son totalmente ciertas
y verídicas: Una es que existió
una puerta
en la muralla de Sevilla
que se llamó Bib Ragwal o Bib
Ragel. La otra cosa cierta es que, casos como éste, en los que la
generosidad y la caridad se ven ampliamente recompensados, pasan también todos los días.
Nota.- Extraido del Cuadernillo Ilipense nº 4
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