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viernes, 17 de octubre de 2014

ANTONIO REVERTE (LA INFANCIA)



ANTONIO REVERTE

Antes de todo aclarar que, al ser una obra completa y extensa vamos intentar ir haciéndolo por capítulos,  en este primero vamos a tratar de:

                                                LA INFANCIA

   Antonio Prudencio de la Santísima Trinidad Reverte y Jiménez, que así se llamaba, nació a las seis de la mañana del día veintiocho de Abril de 1868 en una casita blanca y pequeña de la calle Real de Castilla de Alcalá del Río, y fue bautizado al día siguiente en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de La Asunción.
   Su padre, Diego Reverte Navarro, había nacido en la ciudad murciana de Lorca, y había emigrado hasta Alcalá para trabajar en los campos de la finca de Pedro Espiga, conociendo a María Pastora Jiménez González con quien se une en matrimonio, fruto del cual nacieron; Diego, Manuel, Aurora Pastora y Antonio.
   La Alcalá del Río de la época, como sería en muchos años, persistía a la expensa de dos fuentes principales, el campo y su río. No hay otra riqueza. No existen industrias. Ni  siquiera las derivadas de aquellas. El alcalareño tiene que aprender desde chico un oficio muy duro, o el del jornalero que desconoce el moderno tractor y las cosechadoras  o el que pasa horas y horas en las frías aguas del Guadalquivir en la pesca diaria del barbo y la saboga o jugándose la vida en las grandes riadas donde sabe que podrá obtener los mejores ejemplares de sábalos cuya venta aliviará la precaria economía del hogar durante unas jornadas.
   No existe otras perspectivas de vida en una tierra que si bien es rica como tal, se encuentra repartida entre
muy pocos. El joven que buscara otros horizontes solo encontraba un camino, el toro, y ese fue precisamente el que siguió
Cierto es que de su infancia se sabe muy poco, pera la verdad es que es fácil de imaginar. Reverte desde muy joven acompañó a su padre en las tareas de la finca, estando al cargo de una carreta de bueyes, detalle éste que se conoce al sufrir con ella un grave accidente que estuvo a punto de costarle la vida, y al que curiosamente, pasado los años, atribuyeron en parte la causa del mal que le llevó a la muerte.
  Y entre jornada y jornada, aprovechando alguna esporádica festividad o la noche clara de plenilunio, Antonio Reverte tomaba el capotillo de saco y, acompañado o no, corría hasta la orilla del río donde, muy cerca, pastaban los toros de Benjumea.
¡Ay! . Cuánto habrían dado algunos años después, por haber sido testigos de estas primeras faena. Quién lle hubiera dicho a Antonio que, andando el tiempo, una pluma magistral le haría incluso la primera crónica de aquellas aventuras cuando él ya no estuviera siquiera entre nosotros.
En efecto, Antonio Díaz Cañabate, el maestro de la pluma taurina nos deleitaría muchos años mas tarde en ABC diciéndonos:

¡Que buen mozo Antonio Reverte! Los campos de Alcalá del Río, los márgenes del Guadalquivir eran los horizontes que se abrían ante sus ojos adolescentes. Labrador fue del trigo candeal. Labrador del buen aire. Aire andaluz. Aire romano de Ilipa Magna.
Aire de los árabes del rey Idris. Para un andaluz injerto en romano y en árabe sembrar y recolectar el trigo candeal es operación de poca monta. Los ojos adolescentes de Antonio Reverte ansiaban trasponer las líneas de su comarca natal. A lo lejos, Sevilla. Pero ¿Cómo llegar a Sevilla?. ¡Andando señor, si está a dos leguas. Y andando se fue un día Antonio Reverte. Y andando iba por cerca de la vereda por donde caminaba distinguió unos toros. Toros bravos de la vacada de la viuda Concha y Sierra, Antonio Reverte se detuvo. ¡Que silencio el del campo!. El bramido de un toro lo rompió. A Reverte se le antojó como una voz que lo llamaba. ¡Ven conmigo, le decía la voz del toro, yo soy la fortuna!. Con mis cuernos distribuyo los bienes y los males, ven conmigo; para ti te reservo mis bienes”. Y Antonio Reverte aquel día no llegó a Sevilla. Llegó años mas tardes vestido de luces. De un salto se bajó de la jardinera de los toreros. De un salto plantó su majeza en el ruedo de la plaza de la Maestranza. Y la leyenda empezó el caracoleo de sus rumores.
Fue primero una hazaña del chaval aspirante a torero. Lugar de la escena; la corraleta de una dehesa. En ella hay encerrado un toro bravo. Un tropel de maletillas trepa por las tapias de su encierro ¡Vaya pájaro! , exclama uno. “Yo no me tiro”. “Ni yo”. “Ni yo”. “Ni yo”. “pues yo si – dijo Reverte- dame el capote que ahora veréis como desplumo al pájaro este”. Ya está en el suelo el mozo. Ya está el toro sobre él. No le ha dado tiempo de desplegar el capote que lleva arrollado en el brazo derecho. Para librarse de su embestida, adelanta el paso con el capote plegado, aguanta el empuje, le da salida recortándolo. El  toro rebota, pero se revuelve rápido. Una y otra vez se repite el lance. El toro no cede. El torero tampoco. Los maletillas están angustiados. “Lo coge”. “Lo esbarata”.  No lo coge. No lo esbarata. El toro, destroncado por la mano ágil, el cuerpo flexible, y el corazón animoso, renuncia a la porfía y jadeante, se para. Antonio Reverte, despectivo, le vuelve la espalda y dirigiéndose a sus compañeros, les pregunta: ¿Se me ha mudaó el color?. Muy pocas veces en su vida torera de le mudó el color a Antonio Reverte..”

   Esta entrañable anécdota de la pluma magistral de Cañabate pone de manifiesto la personalidad arrolladora del hombre qe estaría llamado a ser mito, figura legendaria, de la Fiesta.
   No se trata ya de hablar de un matador de toros con sus defectos o sus virtudes, con la frialdad de las estadísticas en mano. Es imposible en su caso, como el lector se irá dando cuenta a medida que avanza en su lectura. En Reverte, todo, o casi todo, es leyenda. Ha vencido al tiempo. Na leyenda que se sustenta desde sus comienzos, de los que no se conocen nada, salvo en lo que transcripción oral nos ha llegado.
   Leyenda pura es el relato del maestro Cañabate, como lo es aquel que enfrenta a nuestro protagonista con el dueño de la finca donde trabajaba su padre, y que, ante la humillación que éste sufre por aquel, Antonio sale al paso y le asegura que llegará el día en que aquella tierra sea suya.
Esta historia, que ya de por si daría tema sobrado para un libro, y que posiblemente esté sustentada en el propio pueblo, termina con la compra de aquella finca por Antonio. No obstante la realidad es otra. El cortijo de Pedro Espiga nunca fue de Reverte. Si bien las tierras que el dejó al morir, y que aún conservan su nombre, fueron infinitamente mayores que las de aquel. Muy posiblemente el pueblo llano quizás hubiera preferido menos tierra para Antonio a cambio de la realidad de una historia que hubiera significado para ellos, en cierto modo, el triunfo del oprimido sobre el poderoso. Del jornalero sobre el señorito. En definitiva, la eterna historia del campo andaluz.
   En este sentido Antonio Reverte ya comenzó siendo para su pueblo, casi desde su infancia, como una especia de Mesías. Como ejemplo claro y tajante de que era posible, que existía una forma, de librarse de aquello. Para el pueblo de Alcalá se abrió un horizonte más allá de su río o de sus campos. En aquellos momentos comenzó a tallarse el pedestal de una leyenda; la de Antonio Reverte.

Nota.- Extraido del libro ANTONIO REVERTE, "ULTIMO TORERO DE LEYENDA" de Ramón A. Alvarez Velazquez.

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